lunes, 29 de agosto de 2011

Estoy en una habitación (lo ineluctable).




Estoy en una habitación.
No sé cuándo entré.
Sólo sé que estoy en una habitación.
No sé dónde estaba antes.
Sólo sé que estoy en una habitación.
Ahora sé que estoy en una habitación y que mi recuerdo se va haciendo cada vez más nebuloso, progresivamente, hasta la invisibilidad.
Cada una de las paredes de la habitación tiene un color distinto. La habitación es pequeña, tiene la forma de mi cuerpo, pero tiene infinidad de paredes, todas de distintos colores; muchas de ellas, no sé cuántas, todavía no las vi, o quizás las paredes siempre son las mismas, pero sus colores son mutables, y todavía no adquirieron la infinita, o cuasi infinita variedad y combinación de colores posibles.
De todos modos, quizás paradójicamente, la habitación sigue siendo infinitamente pequeña, y me resulta asfixiante, quizás cuando lo pienso, y más quizás cuando lo pienso y lo siento, y digo, y afirmo "esta habitación es infinitamente pequeña", pensamiento que me ahoga, sentimiento que me ahoga, ahogo que se piensa, ahogo que se ahoga y que vuelve a renacer.
No sé, no sé dónde estaba antes, no sé, no sé si estaba antes, si hay un antes, si hay un lugar o un estado en el cual poder haber sido antes, que ahora, y el ahora es sólo "estoy adentro de una habitación"; estoy tan acostumbrado a estar aquí adentro, que el hecho de pensar en otra habitación, o en un afuera, me resulta casi inverosímil; a veces quisiera que hubiera un afuera u otra habitación, pero luego logro reconocer una dicotomía entre ese posible afuera inaccesible, y ese pensamiento, esa construcción del afuera desde una "casi nada" conceptual, ese erigir un afuera desde "sólo esta habitación", que incluso no sé si atreverme a llamarle "esta", ya que no sé si hay "otra".
Pero en el momento en que comprendo que "esta" habitación, también puede ser "otra", contemplándola desde la nada, o "casi nada", como antes dije, la habitación llega a ser tan inverosímil como esa "nada" integrada por el vacío conjetural, habitado por todas esas posibles cosas, o no cosas, que no son la habitación.



Como antes dije, me asfixia estar adentro de la habitación, porque no sé nada más que esta habitación, y en el caso de saber algo más que eso, no sé dónde buscarlo; si la misma habitación puede tener un vestigio o una suerte de señal de algo ajeno a ella. O no.
Ante esa asfixia, puedo hacer varias
cosas: como esa asfixia es anterior a la comprensión de la misma, a que la asfixia adquiera un nombre y una forma, puedo, inconscientemente, pensar que la asfixia no me la produce el hecho de estar adentro de la habitación, sino el desconocimiento del posible afuera; como dejo de contemplarla desde la nada, la habitación y el afuera ya no están a un mismo nivel; entonces logro aferrarme a la habitación, como en un grito, y trato de eclipsar el vacío con el color de las paredes, y lo logro, lo logro mientras esté adentro de la habitación.
Algún día voy a salir, pero como el posible afuera, o la posible otredad, no las concibo como reales, posiblemente tan reales como la habitación, no me importa, finjo que no me importa.
Y sigo contemplando los colores de las paredes; y dejo de reconocer la dicotomía entre el pensamiento que intenta concebir el afuera, y el posible afuera, en sí mismo. como si ese posible afuera, fuera únicamente un pensamiento, que puede ser eclipsado por los colores de las paredes de la habitación.
En esa situación puedo llegar a sentir, pensar y afirmar: quiero estar en esta habitación, estoy bien en esta habitación, yo soy quien elige estar en esta habitación. Elección falaz, ya que no puedo estar en otra habitación, o afuera, o nunca haber estado en la habitación, por decisión propia, pero me olvidé.
También puedo, al tomar conciencia de mi asfixia en la habitación, decir, no, no quiero estar acá, no me gusta estar acá; si, las paredes tienen colores, pero estos no son más fuertes que la asfixia, incluso, todo lo contrario, los colores me recuerdan a la asfixia, y la comparación entre los colores y la asfixia, hace que los colores se tornen amargas caricaturas de sí mismos.


Entonces, puedo convencerme de que no hay otra habitación, y no hay un afuera, pero que sí hay una ausencia de los mismos, una inexistencia, y refugiarme, aferrarme a esa posible inexistencia, como en un grito; y creer que no puedo elegir estar en esa habitación, pero sí puedo elegir no estar, y no haber estado nunca, y hasta destruir la habitación, sin saber que existe la posibilidad de que al destruirla, afuera sólo haya una infinita y todavía más asfixiante ramificación de habitaciones.
Pero también puedo decir: no sé qué hay
afuera de esta habitación, no se si hay un afuera, es imposible que yo quiera estar en esta habitación, ya que no puedo querer estar en otra habitación, o fuera de la misma, y tampoco puedo desear una inexistencia, ya que nadie me puede afirmar que realmente haya una inexistencia, fuera de mi intento de concebir una inexistencia, y hay una dicotomía entre esas dos posibilidades.
Pero sí, estoy en esta habitación, no puedo negarlo; e intentar aceptarlo, en vez de desearlo, y adquirir una lucidez que me permita estar en la habitación, no para querer estar, ni para querer no estar, sino para estar, porque uno ya está, sin querer nada, y que lo que uno realmente quiere, se vuelva real, pero invisible, y que ya no nos asuste esa invisibilidad; ese es un estado paradigmático; quizás los otros estados, dos o más, y en estado de intermitencia y con matices entre ellos, no sean negativos en sí mismos, y sean necesarias sustituciones funcionales de ese estado paradigmático, aunque quizás haya un estado más paradigmático todavía, el cual no puedo negar, así como tampoco puedo negar su inexistencia.


Francisco Garrido (2009)

Imágenes de pinturas de Mark Rothko: Ochre and red on red, Blue red and green, y Mural.

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