lunes, 26 de diciembre de 2011

La planicie y el desconcierto

Yo estaba sentado en una silla, ubicada en el centro de una planicie árida y despojada, bueno, en realidad no estaba en el centro exacto de esa superficie, o quizás en un hipotético centro, no, ya se donde estaba, estaba en centro exacto y neurálgico de mi propio extravío en la planicie; en fin, yo estaba sentado en una silla, una silla común, sin ningún tipo de detalle decorativo, y en mi inmutable estadía, yo solo miraba fijamente al horizonte.
¿Que tipo de lugar era esta planicie?, ¿un desierto?, no, era demasiado plana para ser un desierto, carecía de dunas y ese tipo de irregularidades que suele haber en los desiertos; ¿una meseta?... es probable, si, puede ser, pero en realidad, no importa en lo mas mínimo ponerle un nombre, clasificar aquella planicie, cuando lo relevante y lo que me lleva a contarlo aquí, en este texto, es el hecho de que yo estaba sentado en una silla, sin nada mas, mirando fijamente al horizonte, y todo lo que ocurrió posteriormente.
En el horizonte, parecía que el todo y la nada se confundían... la nada ofrecía su mano al todo, y el todo, tomando con su mano repleta la inconsistente extremidad de la nada, la estrechaba, la nada y el todo, el todo y la nada, se saludaban, con una estremecedora naturalidad, haciéndole pensar a uno en esas cosas fundamentales en las cuales uno piensa a veces.
De pronto, arrancándome de mi contemplación, apareció, no se de donde, un muchacho flaco, de aspecto bohemio, una barba tenue, vestido con una especie de saquito verde descolorido, con una silla en una mano, y un estuche alargado en otra. Cuando estuvo bien cerca de mi, colocó la silla justo enfrente de mi, a unos pocos metros de distancia, obstaculizando mi visión del horizonte espectral, se sentó y abrió el estuche, sacando de él una flauta, no dijo una sola palabra, solo comenzó a tocar una dulce melodía, que parecía adormecerme, y a su vez, despertarme del todo. Poniendo toda mi atención en esa melodía, perdí la consciencia del tiempo, hasta que me la devolvió la aparición de varios hombres fornidos que traían pesadamente un piano; lo dejaron un poco mas lejos que el flautista, no mucho, y los hombres se fueron, salvo uno, de aspecto mas ligero que los otros, que también portaba una silla, el cual se sentó frente al piano, y comenzó a armonizar la suave melodía de la flauta, produciendo una delicada música, muy posiblemente francesa, quizás impresionista, quizás neoclásica, muy bella, de todos modos. Yo me quedé plácidamente embelezado por la música que surgía de estos idílicos personajes.
En un momento, sin que los músicos cesaran de tocar, se sumó una mujer que chocaba un poco con la situación; era levemente regordeta y llevaba puesto un vestido de estentóreos colores, parecía como una hendidura por la cual se colaban colores que, en su verdadera intensidad, aturdirían. Con una afectada languidéz, apoyó su pesada masa corporal sobre el piano, y comenzó a cantar, pero su canto no se acoplaba a la sutil música que seguían tocando los músicos, al contrario, si bien lo que tocaban ellos era una melodía delicada y fragil, ahora si, mas claramente francesa, lo que cantaba la señora era mas bien una espontánea canción cabaretera de la Alemania de poco antes de la segunda guerra mundial, una canción que sonaba robusta como quien la cantaba.
Las dos músicas coexistían en una lucha absurda, cuya absurdidad resonaba como la expresión de un rostro febril, cretino y delirante. El choque obseno de esas dos musicalidades, hacía pensar en baba cayendo irremediablemente.
Mientras la lucha continuaba, obstinada, apareció súbitamente una horda de niños rubicundos, todos tomados de la mano, que se acercó hacia mi, y circundándome por completo, comenzó a girar en ronda al rededor de mi, con sonrisas idénticas, de una alegría vacía e imperturbable. Incansablemente giraban como felicísimos autómatas, no al ritmo de ninguna de las dos músicas, sino al ritmo del mas profundo caos.
Cuando el desconcierto de esa atmósfera parecía insuperable, se sumó lo que luego descubrí que extraña e inconscientemente ya intuía, un grupo de bronceados ciclistas se sumó, generando una circunferencia mayor que incluía a la ronda de los niños, pero girando en dirección contraria; el conjunto de círculos en movimiento, parecía una danza sagrada de Gurdjieff, pero ejecutada por un grupo de gallinetas salvajes de esas que hay en El Tigre.
En grupos fueron llegando mas músicos, que desperdigándose al rededor de los ciclistas, fueron formando una orquesta, que esbozaba un tercer círculo, aunque mucho mas sinuoso que los otros dos. Por familias de instrumentos iban llegando, yo iba contando la cantidad de instrumentos de cada especie, y en su completud fueron una especie de orquesta sinfónica, de una formación realmente inusitada. A razón de:
852 contrabajos.
57 violines
1 viola da gamba
359 trompetas
2 trombones
25 tubas
39 fiscornios
621 clarinetes
1/2 oboe
17 arpas
11 timbales
y una cortadora de cesped.
Todos juntos, y cada uno, caprichosamente, comenzaron a generar el sonido de un sismo epiléptico.
fusionado a los estertores de tres millones de cerdos adultos. Todo ese crispado bloque sonoro, ahogó definitivamente el canto de la señora, quien luego de unos pocos esfuerzos vanos, comenzó a toser, aunque tampoco esto se llegaba a escuchar, y luego se desmayó.
A los pocos instántes, una ambulancia ululante comenzó a abrirse paso entre todos aquellos seres, rompiendo indefectiblemente los círculos que me aprisionaban, demostrándome que sucede cuando verdaderamente entra en caos lo que solo era caos en apariencia.
Luego de que la ambulancia entre en colisión con dos o tres ciclistas desprevenidos, se bajaron de ella tres enfermeros y se llevaron a la cantante sobre una camilla improvisada.
Yo seguía sentado, siendo un testigo inmovil de todo ese cuadro.
Silencio!, en simultáneo, todos hicieron silencio.
Gravemente, como con cierto sentimiento de culpabilidad, todos se quedaron quietos y cabizbajos, y se ordenaron simétricamente, dejando un camino en el medio, por el cual, avanzó una procesión fúnebre, cargando un féretro. Los ciclistas dejaron sus bicicletas, los músicos sus instrumentos, y los rostros de los niños, cambiaron severamente su gesto.
La proseción se detuvo justo delante de mi, dejaron cuidadosamente el féretro en el suelo, y éste se abrió solo, lo cual no pareció sorprender a nadie, a mi creo que tampoco, quizás, no porque la situación no fuese inverosimil, sino mas bien porque no me importaba.
De adentro del féretro, salió, erguido y polvoriento, un hombre gordo y pálido, al cual le fue traído una suerte de podio, sobre el cual él subió, ayudado por dos damas, entre románticas y medievales.
Luego de que todavía prevalezcan unos instantes de silencio, el señor, afanosamente y con ademanes, comenzó a hablar de distintas solemnidades, mientras todos lo escuchaban en medio de un silencio tan pesado, que parecía tapar a las palabras que se decían.
Justo cuando este raro señor estaba explicando las razones por las cuales la patria es mas respetable que la harina de mandioca, por detrás, lenta y disimuladamente, aparecieron otros señores, arrastrando un panel blanco, de un tamaño inconmensurable, que simulaba ser un menhir famélico.
Sobre este panel, comenzaron a proyectar una de las mas famosas películas mudas dirigidas y protagonizadas por Buster Kinoto, aquella divertida película donde el protagonista es un boxeador, que luego se hace adicto al aceite de ricino consumido por vía intravenosa, parta luego superar dicha adicción y convertirse al metodismo.
Mientras el caballero seguía hablando ya de cosas ininteligibles, aunque manteniendo el mismo tono solemne y musgoso, sucedió que, con el mismo sigilo con que fue traída la pantalla gigante, cayó un rayo silencioso e iridiscente, justo sobre el parietal derecho del orador, incendiándolo completamente, aunque él seguía impertérrito, farfullando palabras inconexas.
Todos los presentes dieron una misma cantidad de pasos hacia atrás, y pusieron una idéntica cara de espanto y admiración, y a los pocos minutos, llegó un coche bomba, del cual descendieron, no bomberos, sino monjes, aparentemente budistas tibetanos, que rodearon al señor del arcoiris ígneo y la incansable oratoria y abrieron sus bocas, y atrajeron todo el fuego hacia sus entrañas, produciendo un sonido inimaginable.
El señor cayó de rodillas, y luego de unos brevísmos instantes, todos comenzaron a cantar, contemplando con ternura aquella escena, y de la boca de cada uno, salió una preciosa libélula, y todas ellas se unieron, volando hacia el señor salido del féretro, llevándolo en andas entre todas, las miles que eran, y haciéndolo volar en lontananza, hasta fundirse con el horizonte; luego de aplaudir emocionados, todos, absolutamente todos desaparecieron. Todos no, quedó el flautista, solo el flautista, nuevamente sentado frente a mi.
El flautista se despidió con un gesto, y también se fue.
Yo sigo sentado en una silla, ubicada en el centro de una planicie árida y despojada.


Francisco Garrido

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